Entre las colinas áridas y barrancos de Fuerteventura, donde el viento sopla con la fuerza de seis siglos, se esconde Betancuria, un pueblo que encapsula la esencia más antigua de Canarias. Fundado en 1404 por los conquistadores normandos Jean de Béthencourt y Gadifer de La Salle, este enclave fue la primera capital política y religiosa de la isla, un bastión estratégico levantado lejos de la costa para blindarse contra invasiones que, irónicamente, nunca llegaron.
Su arquitectura, de calles estrechas y casas encaladas, evoca un pasado medieval, mientras que sus monumentos narran batallas olvidadas. La Iglesia de Santa María, reconstruida tras el saqueo del pirata berberisco Xabán Arráez en 1593, y las ruinas del Convento de San Buenaventura son testigos mudos de una época en la que este rincón fue el centro del poder eclesiástico del archipiélago. Incluso albergó, brevemente, el Obispado de Fuerteventura, con jurisdicción sobre casi todas las islas.
Castillo fantasma y defensas inútiles
Uno de los secretos mejor guardados es el Castillo de Valtarajal, una fortificación erigida para defender la costa pero que acabó convertida en prisión y luego abandonada. Nunca vio combate: España no llegó a participar en la guerra para la que fue reforzado. Hoy, sus muros derruidos son símbolo de un destino truncado, como el de la propia Betancuria, que perdió su estatus de capital en el siglo XIX ante el auge de pueblos costeros.
A pesar de su declive, el pueblo ha resistido. Con apenas 800 habitantes, es uno de los municipios menos poblados de Canarias, pero también de los más icónicos: desde 2019, figura en la lista de Los Pueblos más Bonitos de España. Su aislamiento, lejos del turismo masivo, ha sido su salvaguarda. Rodeado por el Parque Rural de Betancuria, el paisaje agreste y los vestigios históricos dibujan un relato de conquistas, piratería y supervivencia.
El rescate de la memoria
Las ruinas del castillo y las leyendas de ataques frustrados —como el intento de invasión estadounidense que otro país evitó— alimentan el misterio de Betancuria. Pero su verdadero valor está en lo que perdura: la iglesia que aún domina la plaza, las casas de techos bajos y la quietud de un lugar que parece detenido en el tiempo.
Aquí, donde el silbido del viento se confunde con ecos de historia, la esencia de Canarias sigue viva. No en vano, como escribió un viajero del siglo XIX: "Betancuria no es un pueblo, es un suspiro de piedra".