El 7 de octubre, Jornada Mundial por el Trabajo Decente, plantea una reflexión urgente y necesaria sobre la condición del trabajo en nuestras sociedades contemporáneas. En un momento histórico donde se debería celebrar los avances en derechos laborales, la realidad que nos enfrenta es preocupante y alarmante. El trabajo, lejos de ser un espacio de realización personal y dignidad, se ha convertido en un terreno de explotación, inseguridad y desesperanza para millones de personas en todo el mundo.
En España, las estadísticas son impactantes. En lo que va de 2023, 762 trabajadores han fallecido en accidentes laborales, y nada menos que 2,5 millones de trabajadoras viven en la pobreza a pesar de tener un empleo. Estos números nos llevan a cuestionar: ¿qué hemos permitido que ocurra? La respuesta es clara: hemos dejado que el capital prevalezca sobre la dignidad humana. Este sistema, que convierte el trabajo en un mero producto de números y políticas de productividad, ignora la esencia del ser humano, relegando sus necesidades y derechos a un segundo plano. La situación se torna aún más crítica cuando consideramos que un 16,5% de los contratos en el país son temporales y que el poder adquisitivo ha caído casi un 10% en los últimos 15 años, todo esto mientras aquellos que se benefician de la economía sumergida infringen derechos fundamentales.
La crisis del trabajo decente va más allá de la economía; se trata de un auténtico dilema de derechos humanos. La dignidad humana debería ser el eje central de cualquier decisión económica y política, y es evidente que, mientras esta realidad no cambie, seguiremos construyendo una sociedad que se muestra fallida y deshumanizada. En este sentido, restaurar la dignidad en el trabajo exige medidas concretas y urgentes.
Hay que comenzar por implantar una legislación que garantice estabilidad laboral y salarios justos. La estabilidad laboral es un derecho, y no puede haber dignidad en empleos que no ofrecen seguridad. Es esencial limitar estrictamente la temporalidad de los contratos y asegurar que los salarios sean suficientes para llevar una vida digna, erradicando así la precariedad como norma.
La cuestión de la jornada laboral también debe ser una prioridad. La reducción de la jornada laboral sin pérdida salarial no es solo una aspiración, sino una necesidad. Menos horas de trabajo no solo mejoran la calidad de vida de los trabajadores, sino que también contribuyen a abordar problemas de salud y conflictos familiares, permitiendo que la vida no gire únicamente en torno al trabajo.
La regularización de las personas migrantes es otra cuestión que no se puede ignorar. En España, más de 475.000 personas trabajan en la ilegalidad, sin derechos ni protección, lo que las convierte en víctimas fáciles de explotación. Regularizar su situación es una cuestión de justicia básica que debe ser urgentemente abordada.
La siniestralidad laboral y las condiciones de trabajo son también temas inaplazables. La pérdida de vidas por accidentes laborales y la falta de condiciones seguras es una vergüenza que debemos afrontar. Las políticas de prevención deben estar en el centro de cualquier estrategia laboral, con sanciones firmes a las empresas que no cumplan con los estándares de seguridad.
Por último, es crucial que el trabajo del futuro sea respetuoso con el medio ambiente. La sostenibilidad no debe ser una opción, sino una obligación, y promover una economía verde que genere empleos que no dañen el planeta es imperativo para garantizar un futuro habitable.
La angustia que vive la fuerza laboral actual es insostenible. Millones de trabajadores sufren en empleos que no solo comprometen su salud física, sino también su bienestar emocional. No podemos seguir mirando hacia otro lado. El trabajo decente es un derecho fundamental que debemos reivindicar y defender con urgencia. Es tiempo de actuar y de exigir un sistema que priorice a las personas y su dignidad. Este no es solo un llamado a la acción; es un imperativo ético. No más excusas.