La reciente lluvia que ha sacudido Madrid ha transformado la percepción de la capital. Después de un diluvio que parecía interminable, los cielos se han abierto, revelando una primavera abundante y exuberante. Este fenómeno ha despertado la curiosidad de los madrileños, que se acercan al Manzanares para contemplar y fotografiar su caudal, inusualmente pleno. El río, modesto y poco ostentoso, no atraviesa el centro de la ciudad; a diferencia del prestigioso Danubio, cuyos meandros han sido testigos de la historia europea. Este último, con su majestuosidad, conecta ciudades como Budapest y Belgrado, mientras que el Manzanares, en cambio, ha sido relegado a un segundo plano.
La literatura ha tenido sus palabras sobre el río. Quevedo, con un humor mordaz, se burló de su escaso caudal, y el emperador Rodolfo II, en medio de su sarcasmo, expresó su deseo de navegarlo… a caballo. Rafael Alberti, por su parte, evocó la tristeza de un río donde solo juegan los niños en pequeñas barquitas. A medida que Madrid ha crecido, el Manzanares ha quedado ahogado entre edificios, puentes y reformas urbanas, aunque se debe reconocer el impacto positivo de proyectos como Madrid Río, impulsados por el exalcalde Gallardón. Estas iniciativas han hecho del río un espacio de convivencia con la naturaleza y el deporte, ofreciendo un respiro dentro del bullicio madrileño.
Madrid y el Manzanares comparten una historia de supervivencia; ambos son víctimas del progreso y de la expansión urbana, pero también muestran una resistencia silenciosa a pesar del asfalto que los rodea. Los recientes episodios de crecidas han suscitado en los ciudadanos un sentimiento de orgullo al ver cómo, por un instante, el río recupera su protagonismo. Sin embargo, la realidad nos recuerda que el verdadero río de Madrid es el Paseo de la Castellana, un caótico cauce de asfalto que conecta los dos extremos de la ciudad y alberga en su trayecto emblemáticos iconos culturales y deportivos.
A pesar de la distancia física y psicológica que existe entre las riberas, los puentes como el de Nuevos Ministerios o el de Eduardo Dato facilitan el cruce. En esta danza entre el agua y el asfalto, el Manzanares renace cada temporada de lluvias, reflejando el anhelo de los madrileños por reconectar con su entorno. En estos momentos, el río, aunque marginal, se convierte en un símbolo de la identidad de Madrid y en un punto de encuentro para aquellos que buscan disfrutar de la naturaleza en medio de la urbe.
